Blanco y Negro

Blanco y Negro
Juntos... un huracán...

viernes, octubre 10, 2008

suplantación de identidad

Lo imagínó miles de veces, sentado en un bar esperando. Lo vió en distintas poses, leyendo un diario, intercambiando algunas palabras con el mozo, mirando a la nada, pero siempre esperando.
Ella se miraba al espejo y cambiaba el peinado, la ropa, las ilusiones. Mientras tanto él, seguía esperando.
Soñó con encontrarlo de casualidad por la calle, en una fiesta, en la cola del teatro.
Cada día, antes de salir a la calle se miraba al espejo pensando que quizá ese fuera el día del encuentro. Cuidaba todo los detalles para verse bien. A él , que la miraba desde lejos, no le importaba cómo se viera. Quizá la hubiera preferido menos cuidada, menos detallista con cada movimiento, más auténtica.
Ella miraba cada persona que se cruzaba, pensando que en cualquier momento cruzarían las miradas y se reconocerían.
Él no se animó, en el último llamado, a decirle que se iba para no volver. Creyó poder seguir alimentando la esperanza de ambos, como hasta ahora, con una llamada telefónica diaria. Con eso mantenían un contacto único, intacto, sin tachaduras, sin discusiones. Un "te amo" era el pasaporte hacia el futuro incierto.
Comenzaron a escasear las llamadas, a él le salía muy caro comunicarse diariamente desde el otro lado del mundo, además se tenía que levantar en plena noche para mantener los horarios habituales.
La última llamada fue extraña. Él había hecho el esfuerzo, se había levantado en plena madrugada y había caminado unas veinte cuadras para lograr su objetivo de sorprenderla. Al responder, del otro lado, ella le preguntó si era una broma de mal gusto. Cómo podía llamarla si estaba en ese mismo momento abrazándola.

jueves, octubre 09, 2008

Del libro de mis reencarnaciones

Me vi caminando bajo una llovizna densa, de esas que dejan la ropa perlada. Estaba vestida de forma diferente. Más parecía una dama antigua que yo misma. De pronto también me di cuenta de que no estaba en la misma época. Carros tirados por caballos pasaban a mi alrededor. No sabía dónde estaba, qué hacía allí, ni hacia dónde iba. Mi voluntad estaba detenida, parecía seguir los pasos de esa mujer que caminaba rápido en la que sólo me reconocía por sentirme en sus pies calzados con tacones, soportando un sombrero que, con sus ganchos, tironeaban mi pelo haciéndome sentir dolor.
De pronto mis pasos se detuvieron frente a una puerta. Mis nudillos golpearon y me pregunté qué habría en ese lugar.
Un hombre abrió la puerta sonriendo y me tomó en sus brazos a la vez que me decía que hiciera silencio. Ingresamos en una habitación que era el dormitorio principal de la casa, por lo que se podía ver, cerró la puerta detrás nuestro. Ella, o yo, lentamente comenzó a quitarse las prendas, sin nada de vergüenza y sólo al recordarlo me ruborizo. Él miraba ese regalo de alguien que, por la actitud, ya bien conocía.
Yo, la que me ruborizo, comencé a preguntarme qué haría esa mujer que decididamente no era yo, en esa época, actuando como alguien sin escrúpulos. Podría ser una prostituta, pero no era lo que parecía por su forma de vestir elegante y sus modales. Tendría que averiguarlo porque no sabía cuánto tiempo debía estar dentro de ella sin poder actuar. En esos momentos se me cruzaron muchas cosas por la mente, pero ninguna que fuera efectiva. Todo lo que intentaba parecía no dar resultado.
Quería moverme pero se movía ella. Sentía como que si mi cuerpo fuera utilizado por una fuerza extraña. Gocé del sexo, por única vez en mi vida, con un completo extraño. Sentí que si esa había sido yo, en algún momento de la historia, no había sentido la fuerza de la modernización en la que las mujeres perdieron sus derechos a sentir y vivir el sexo.
Caímos yo y ella, ella y yo, nosotras o una cualquiera de ellas, extenuadas, en un profundo sueño.
Desperté con las manos adormecidas por haber dormido con la cabeza sobre ellas. Al fin había logrado el desdoblamiento. Estaba nuevamente en mi vida, con mis jeans raídos y mi blusa preferida.